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lunes, 27 de agosto de 2007

El árbol del jardín

(Escuchando Concierto de cello en Mi menor, op. 85 - Sir Edward Elgar)

Serio se plantó ante su padre.
—Necesito las tijeras de podar.
Los padres lo miraron (incluso apagaron la tele).
—Pero niño, ¿para qué quieres las tijeras ahora? Está nevando.
—Necesito las tijeras.
Ellos se encogieron de hombros y volvieron a poner la tele. El niño arrugó el morro y se dio media vuelta.
Le costó abrir el cobertizo. El candado le resvalaba entre los guantes. Rebuscó entre todas las herramientas, algunas con escarcha por encima, y al fondo, colgadas sobre la mesa y con cuerdas por encima, estaban las tijeras de podar. Las descolgó haciendo equilibrios sobre un taburete y cuando por fin las tuvo a salvo —los pies en el suelo— las abrazó y salió al jardín.
El árbol era viejo, uno de esos que suelen salir en los cuentos como casa de duendes, elfos y demás criaturas mágicas. Parecía temblar cuando el niño acercó las tijeras.
Empezó con paciencia —crask crask crask, pausa, crask crask crask— y las ramitas más bajas fueron cayendo a los lados, salpicando nieve. Paró al rato, dejó las tijeras sobre las ramas cortadas y fue a por el taburete. Le faltaba poco, sólo unas ramas más.
Tiró las tijeras lejos y saltó del taburete. Acercó una mano al tronco del árbol y acarició la madera suave, lisa. Sabía que el violoncello habíá estado ahí siempre pero nunca se había atrevido a separar las ramas, a verlo. Lo sacó de su hueco y lo sostuvo contra sus piernas, el mastil contra el hombro. Pasó los dedos por las cuerdas metálicas y sintió sus latidos. Sopló los copos de nieve que habían quedado sobre la caja. Luego cerró los ojos —y la mano sobre el arco— y, como un murmullo helado por el invierno, empezó a tocar.


0 pisaron la hierba: