Simplemente era un gusano[...]. Cuando encontraba un trozo lo suficientemente grande o que aparentaba ser jugoso, se lo cargaba a la espalda y se deslizaba, como sin prisa, a toda velocidad entre los coches, sorteándolos de una manera natural y poco cuestionable.
Neumáticos amargos, bocinas dulces, el cambio y la transmisión —pero no el resto del fuselaje, eso es como mezclar limón y mermelada— de un salado marino. Pero sin duda, lo mejor de todo son las palancas de cambio ácidas —otros dicen que correosas, qué sabrán ellos de exquisiteces—. Ácidas, sí. Ácidas.
(Escuchando Concierto de cello en Mi menor, op. 85 - Sir Edward Elgar)
Serio se plantó ante su padre. —Necesito las tijeras de podar. Los padres lo miraron (incluso apagaron la tele). —Pero niño, ¿para qué quieres las tijeras ahora? Está nevando. —Necesito las tijeras.
Ellos se encogieron de hombros y volvieron a poner la tele. El niño arrugó el morro y se dio media vuelta.
Le costó abrir el cobertizo. El candado le resvalaba entre los guantes. Rebuscó entre todas las herramientas, algunas con escarcha por encima, y al fondo, colgadas sobre la mesa y con cuerdas por encima, estaban las tijeras de podar. Las descolgó haciendo equilibrios sobre un taburete y cuando por fin las tuvo a salvo —los pies en el suelo— las abrazó y salió al jardín.
El árbol era viejo, uno de esos que suelen salir en los cuentos como casa de duendes, elfos y demás criaturas mágicas. Parecía temblar cuando el niño acercó las tijeras.
Empezó con paciencia —crask crask crask, pausa, crask crask crask— y las ramitas más bajas fueron cayendo a los lados, salpicando nieve. Paró al rato, dejó las tijeras sobre las ramas cortadas y fue a por el taburete. Le faltaba poco, sólo unas ramas más.
Tiró las tijeras lejos y saltó del taburete. Acercó una mano al tronco del árbol y acarició la madera suave, lisa. Sabía que el violoncello habíá estado ahí siempre pero nunca se había atrevido a separar las ramas, a verlo. Lo sacó de su hueco y lo sostuvo contra sus piernas, el mastil contra el hombro. Pasó los dedos por las cuerdas metálicas y sintió sus latidos. Sopló los copos de nieve que habían quedado sobre la caja. Luego cerró los ojos —y la mano sobre el arco— y, como un murmullo helado por el invierno, empezó a tocar.
—Los niños han vuelto a dejar todas las canicas desperdigadas por el suelo— dice él mientras mete una pierna entre las sábanas. —¿Qué? —Los niños, que han dejado las canicas por ahí. Ella le mira en la cara oscuridad del molino y le coloca el flequillo. —¿Me has oído? —Algo de unas canicas— contesta pasándole una mano por el pecho. —¿Crees que deberíamos despertarlos para que las recojan? Acaban de acostarse. —Ya estarán dormidos. —Puede que no. Él se incorpora y mulle la almohada. Se queda un momento así, sentado, mirándola de reojo, tumbada de lado, jugando con el borde de la sábana, mientras decide si despertar a los niños. —¡Oh, venga! Deja a los niños. —Casi me caigo con las canicas. —Ya las recogerán mañana. —Casi me caigo y me parto un brazo. ¿Es que no te importa que alguien se rompa un brazo? ¿Que yo me rompa un brazo? —Qué exagerado. —O una pierna ¿Qué harías si me rompo una pierna? Ella no contesta. —Ya las recogerán mañana. —¡No, voy a levantarles! Está decidido. Pero se queda quieto, incorporado sobre la cama. —Pensé que habías dicho que ibas a levantarlos. —Estoy pensando. —Pues vaya. —Vaya ¿qué? —Que lo tengas que pensar. —Pues ve tú si quieres. —Podría romperme un brazo ¿No es eso lo que decías? —Yo no he dicho eso. —Lo dijiste. Ella también se incorpora. Se miran a oscuras. —Entonces ve. —Estoy pensando. —Vale. Piensa—. Se cruza de brazos. —¿Vas ya?—repite.
—¡Estoy pensando!
—Eso es que pretendes que vaya yo ¿no?
—Por supuesto que no.
—¿A qué esperas entonces?
—Ya las recogerán mañana.
—Vale, voy yo.
—De acuerdo, ve tú— dice él, se da media vuelta en la cama y se queda dormido.
Ella lo mira. "Ja, que te crees tú eso" se dice.
Pero se levanta y se asugura de coger un buen puñado de canicas y esparcirlas al lado de la cama, justo en el que él pondrá los pies al levantarse, todavía medio dormido. Cuando está todo listo busca el teléfono del hospital, lo deja en la mesilla y se imagina en la ambulancia, cogiéndole la mano.
—Ya te lo dije cariño, tenías que haber despertado a los niños.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
JULIO CORTÁZAR Carta a una señorita en París Bestiario (1951)
Recuerda que la hierba no es gris, es verde y aquí está toda llena de conejos. Conejos grises —y marrones— comisqueando la hierba (verde) entre la neblina blancoazulada al amanecer. Te reirías de mí —esa sonrisa en los ojos mirándome profundamente, diciendome guapa sin apenas mover los labios— si supieras que colecciono conejos. Son bellos. Por eso los guardo. Cada día salgo y cazo uno nuevo. Y al anochecer vuelvo al castillo y le dejo salir —entre tímido y curioso— a la hierba. Luego los demás vienen —un mar de orejas saltando— y le dan la bienvenida. Se tocan los hocicos y el nuevo se pierde entre ellos, saltando y moviendo las orejas. Me mirarías con esa sonrisa tuya, tan leve, si lo supieras. O quizás si me vieras salir del castillo entre la niebla (y los conejos saltando a los lados, balanceándose) arrastrando el vestido de novia —largo, rojo y turquesa como en el tiempo de los cuentos— entonces me dirías guapa y recordaríás que la hierba es verde.
Dime qué placer oscuro obtienes cuando apoyas una oreja en el poste del columpio —todos los niños allí, balanceándose—. Dime qué escuchas tan atentamente. ¿Quizás el ruido de las cadenas? —El latido de los fantasmas— dices. El de los castillos en lo alto de colinas verdes, resonando fuerte el criuk, criuk de las cadenas de los fantasmas entre las paredes de piedra. ¿O acaso mejor nos merendamos los fantasmas fríos, el mío helado? El tuyo sabe a vainilla y yo tengo uno de nata. Al acabar te guardas el palillo en el bolsillo y sigues pegada al poste metálico que sujeta los columpios. Uno de los niños salta y sale corriendo y el asiento de madera se mueve adelante y atrás, tan errático como tus ojos al mirarlo. Ese pedazo de madera vacío pero todavía moviéndose y como resignada vuelves a apoyar la oreja en el poste otra vez y dime —sí, dime— qué placer oscuro obtienes al escuchar el crujido de los columpios. Todos los niños allí, balanceándose.
ATENCIÓN: en estos momentos no están disponibles los mp3 para escuchar online. Si alguien quiere escuchar alguno en concreto, que me escriba a nosepisalahierba@gmail.com
en pruebas
91. Amor del bueno, de Víctor García Antón, 16/10/2007
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236. Oficios, de Juan Carlos Márquez, 26/05/2008