Una muchedumbre le grita al escritor. Están parados delante de su casa —el tercer piso de un edificio blanco, muy blanco— y gritan con enfado hacia las ventanas cerradas. Algunos tiran piedras.
—¿Cómo se te ocurren estas cosas? —gritan.
El escritor sale a la terraza. Él —seguro que sí— preferiría que no se lo preguntaran. No le gustan las multitudes. Prefiere las personas.
—¿De dónde vienen? —la multitud sigue gritando.
El escritor se rinde. Será mejor que se lo diga, piensa. Suspira, mira las caras que esperan conteniendo la respiración allí abajo, esperando que hable. Que
él les hable.
—Pues el truco —empieza dubitativo—, el truco es salir por las mañanas temprano a coleccionar saltamontes.
Mira hacia abajo. Sabe que diga lo que diga no le creerán pero aún así le escuchan, quieren saber.
—¿Cómo se le ocurren estas cosas? —dicen, pero es apenas un susurro.
—Aunque un amigo —continúa el escritor— dice que no, que el truco está en que lo que hay que coleccionar no son saltamontes sino rabos de lagartija.
Entre la multitud, sólo se oyen las respiraciones pausadas de quienes escuchan de verdad.
—Y un tercero piensa que en absoluto es ninguna de estas cosas. Me dice que lo que hay que coleccionar son esos trozos de vaquero que se rompen de los pantalones de las adolescentes los viernes por la tarde.
La muchedumbre, ahí abajo, se agita nerviosa.
—¡Habrase visto cosa igual!— decían algunos—. ¡Miente! ¡Miente! ¡Es seguro que lo hace!
Pero otros se lanzaban miradas furtivas y —el escritor estaba seguro— ese viernes saldrían a recolectar trocitos de tela azul enganchados en los salientes de las baldosas de las aceras o en alguna valla baja. Esto le hizo sonreír.
Incluso llegó a pensar que no sería mala idea sacar la colección de saltamontes del desván. Quitarles el polvo un poco quizás y, si el tiempo era propicio, salir a la mañana siguiente. Puede que encontrara uno de aquellos difíciles de ver, uno de esos saltamontes que cualquier coleccionista se pasa la vida buscando.